jueves, noviembre 18, 2004

Llamó

Me detuve en la parada del veintiuno, la que se encuentra justo a la salida de una de las puertas del Corte Inglés. Esa tarde acababa de cumplir con el paseo ritual post jornada laboral, en esa ocasión me había conducido hasta la sección de discos. Cambiada de planta por no sé que reformas, tuve que bajar al sótano. Frente a la cajera del supermercado número siete encontré el CD con el tema que había oído en la radio esa misma mañana: Fugata. El nombre del autor creía haberlo oído antes: Astor Piazzolla, pero no recordaba aquella música. Con todo, el título del CD prometía: "La Camorra: The Solitude Of Passionate Provocation", lo que terminó de convencerme para sacrificar veinte euros que fueron cargados en una cortitarjeta cada vez más escuálida y necesitada de fondos.

Ya en la parada, con mi bolsita blanca de triangulitos verdes en la mano, esperaba el veintiuno. No sé si fue el aburrimiento de la espera o algo que observé en aquel tipo, el caso es que al otro lado de la avenida me llamó la atención aquel individuo. Todavía me pregunto porqué. Vestía una gabardina azul tras la que asomaba una chaqueta clara en tonos amarillos y una corbata oscura, punteada en gris por minúsculos circulitos. Sobre la acera calzaba zapatos negros al final de un pantalón gris marengo de ralla y pinzas.

Al pasar por la floristería que alberga uno de los bajos del hotel al otro lado de la avenida, paseó la mirada por el escaparate. Avanzó tres pasos y se detuvo. Del bolsillo de la gabardina extrajo un teléfono, uno de esos pequeños y planitos de pantalla en color, que se iluminó tras pulsar dos de sus diminutas teclas. Lo observó. Levantó la cabeza y miró al frente, escrutando la puerta que se abría tras la parada desde donde lo estaba observando a la espera del veintiuno. Por un momento creí que se había dado cuenta del marcaje al que lo estaba sometiendo. Pero no, volvió a mirar el teléfono, pulsó las teclas centrales y volvió a iluminarse la pantalla. Buscaba un número o leía un nombre, aunque más bien parecía estar interrogándolo. De nuevo levantó la cabeza, devolvió el móvil a la gabardina, se giró sobre sí mismo y volvió sobre sus pasos para entrar en la floristería. No habían transcurrido cinco minutos cuando apareció con una rosa roja aderezada con una delgada espiga dorada. Consultó su teléfono una vez más, se giró y lo perdí de vista tras la esquina del edificio del hotel. Unos minutos más de espera y conseguí un asiento junto a la ventana. Cuando el autobús giró a la izquierda rodeando el hotel, lo vi caminar con un paso ligero enfundado en su gabardina, empuñando la rosa envuelta en celofán y atada con lacitos amarillos.

Lo curioso de esta historia, lo que resulta increíble es que esa misma noche, cuando regresaba a mi casa del instituto de idiomas, lo encontré caminando por mi acera sin gabardina ni corbata, supongo que abandonada encima de la cama, y vaqueros sin raya ni pinzas. En su mano izquierda mecía la bolsa de unas rebajas de la sección de hogar. No me fue difícil adivinar qué llevaba dentro, a pesar de la bolsa de Carrefur que servía de sombrero a la rosa roja y la espiga dorada. Su mano derecha estaba pegada a su oreja.

Entonces me rendí al innoble arte de la conjetura y comencé a imaginar que quizás hubiera conocido a la dueña de la voz, que ahora le hablaba al otro lado del celular, por alguna clase de confabulación inventada por Zervan o Haiar o Visnú o Tages o por cualquiera de los dioses del destino que pueblan de azares imposibles nuestras vidas de pobres mortales.
Tal vez él, sin pecado ni confesión, desde aquel azar había heredado en penitencia una sensación equimojada que sin permiso ni licencia se había instalado en su vida. Primero fueron apenas unas gotas, luego un pequeño reguero descendiendo por sus hombros y así gota a gota hasta hoy, donde un perpetuo sirimiri le acompañaba fuera donde fuera, aunque noviembre hubiera amanecido equivocado y soleado.

Puede que a ese azar siguiera un pequeño, un diminuto mal entendido que le brindó la excusa. Quizá, en algún lugar de la carretera que separaba el corazón de la cabeza, alguien ya hubiera tomado la terrible decisión de desenfundar el alma y la rosa comenzara a ser algo más que la excusa para agradecer su espera al otro lado de las escaleras mecánicas. Aunque ella hubiera afirmado que tan solo había recordado la hora en que él volvía de Madrid; que le cogía de camino en su regreso de casa de unos amigos; que pensó que era agradable encontrar a alguien que te espera en el regreso a una ciudad prestada. Razones que él escuchaba en su coche, el de ella, camino de su casa, la de él, después de despedirse de sus compañeros de viaje y los otros que habían ido a recogerlos a la estación. Intentando convencerla de que prefería ir con ella, que la sorpresa de encontrarla al final de la escalera mecánica era la mejor forma de terminar el fin de semana. La rosa y su espiga darían fe de la sinceridad de sus palabras.

Esas eran mis conjeturas cuando giré la esquina y entré en la plaza de los Zurradores, dándole la espalda a él y a su rosa. Apenas un centenar de pasos y subía las escaleras de una casa con años, patio y columnas de mármol blanco, fachada granate y albero, que albergaba un pequeño apartamento de paredes cobrizas en las que volvió a sonar el bandoneón, piano y violín de la Fugata de Astor Piazzolla. Al escuchar aquellos acordes lo vi claro: se trataba de una Fugata en rosa menor. Entonces finalizaron mis confabulaciones. Aquella historia de azares imposibles tenía un fin como todas las historias imposibles, azarosas o no. Tanto como los yogures su fecha de caducidad, y la suya ya había cumplido. Los dioses que rigen nuestros destinos gustan de hacer ese tipo de jugarretas en la vida de algún mortal, como la de ese tipo de la rosa o como la mía, puede que como la de todos. Te sientan al lado de una desconocida que nunca podrá ser lo que en algún momento sabes desearás que fuera. Ese billete y su número de asiento habían caducado antes de subir al autobús. Esa plaza ya estaba ocupada.
No cabía duda alguna, todas las provocaciones apasionadas tienen el riesgo de finalizar con un cierto grado de solitude: los azares, divinos o no, suelen ser un tanto camorristas.

Cuando terminó la Fugata, volví al principio del CD: Soledad.

2 Comments:

Blogger Elisabeta said...

Bonita historía... a pesar de tener fecha de caducidad.Besitos y buen finde

19 de noviembre de 2004, 14:51  
Blogger G. said...

Me haces pensar, y eso me gusta.
Pero también quiero regalarte un poco de optimismo, no todos los azares son tramposos, algunos juegan limpio. O al menos eso espero.
Besitos y buen fin de semana.

19 de noviembre de 2004, 16:50  

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