martes, febrero 23, 2010

Visita

Regresé a comenzar una nueva semana que, por lo que dice el hombre del tiempo, parece que también va a ser lluviosa. Pero no te 'destroces' por mi 'ausencia', que tanto ellos como yo somos pequeños (yo, la ausencia y el destrozo). En cuanto a los que preguntan por mí, seguro que pronto se cansarían. Este ha sido un fin de semana de buscar en los cajones del ropero pisadas de un tiempo perdido; de intentar entrelazarlo de madrugada con algunas de las palabras sobrevivientes. Pero el reloj sigue avanzando y el asesino siempre vuelve al escenario del crimen. Así aterricé ayer domingo en mi apartamento y esta mañana en la oficina. Supongo que no entenderás este desparrame de palabrería. Tampoco importa.

miércoles, enero 06, 2010

Al otro lado

Nunca me han llamado 'mi vida'. Quizás una vez pero si fueron, esas palabras se consumieron en la hoguera del tiempo. A estas horas de la madrugada tan solo se asoma al espejo un reflejo de ojeras bajo unos ojos grises tras el humo del cigarrillo. Ahí está mi reflejo cada noche, esperándome para soltarme las cuatro verdades que me empeño en esconder en el dobladillo de los bolsillos. Pero en las esquinas de la inconstancia, en las mañanas sin oficio, entre las olas del alma, sólo un desván lleno de cenizas, solo queda un hombre que da la cara al alba con el fantasma de sus días. Y me doy cuenta: nunca he tenido casa, ni paciencia, ni olvido, ni canción, ni paz definitiva. He intentado entregarme, entregarme del todo. Aprender a amar con horror, amar a manos llenas, a borbotones, amar sin fin, amar sin tregua, sin remisión, sin esperanza, sin cadenas. Pero ya ves, mi penúltima esperanza resultó ser una exiliada del amor que como todos los exiliados compra y vende cada día recuerdos y nostalgias, con una agenda llena de teléfonos cuyos destinatarios no eran más que una forma de huida. Un ser inundado de miedos y de ese dolor soportable y aliado al que se agarran los náufragos del asfalto para escapar de su historia. Una alma nevera con el termostato averiado que lo mismo se dispara y lo congela todo, lo mismo se deshiela de pronto y el agua hace un charco como de lágrimas en la cocina. Entonces soy yo el que queda con el cubo y la fregona.

Contemplo mi mirada en el espejo y como Alicia me pregunto qué hay al otro lado. Cómo pudo ser que quisiera convertirla en mi sed y mi agua, el pan de mi vocabulario, porqué quise dejar entre el tacto de sus dedos que conozco, la ternura, el silencio, ese pedacito de paz que llevo reservando desde hace tantos siglos. Porqué esta noche me descubro buscándola. Con la avaricia de un perro abandonado olfateo su rostro por rumores de hotel, en las playas de moda, a través de todos los desiertos que me habitan desde aquella tarde en que abandoné su casa y ella quedó mirándome desde su torre de cristal. Sé que es inútil, que el precio es demasiado alto y que en ninguna tienda venden olvido a plazos. Ni imagina la clase de alimaña que aún puedo ser en su cuello. Si supiera de qué forma la maldigo, cómo la odio, de qué manera echo de menos aquellos cinco minutos en los que pude rozar su alma. A estas horas yo no sé si matarla o llorar. Por eso enciendo otro cigarrillo, bebo un café negro y escrupulosamente me entrego a la dulce tarea de olvidarla. Rezo mi oración de madrugada. Quisiera que a cada hora se asomara como un preso a la ventana y que fueran las piedras de la calle el único paisaje de sus ojos. Que sintiera en su pecho el corazón como si fuera el mío y le doliera.

Frente al espejo busco mis cuatro puntos cardinales. Pero después de mi último naufragio, solo escucho crujir la soledad de mis huesos en este rincón de la madrugada, sin entender esta colección de palabras con las que intento sobrevivirme. Ahora que me recuerdo en su paisaje, sigo sin acertar qué vi en ella. En qué momento cambió el rumbo mi intuición y me arrojó a su callejón sin salida. Sabía que no era más que una sombra de una lúgubre esquina y sin embargo...

Esta noche por no arrojarme a la acera de su balcón y esperar que encienda la luz de su dormitorio, escribo a una de tus sonrisas de artesanía, querida amiga. Una de esas sonrisas hechas a mano, moldeadas como el barro, amasadas como el pan nuestro que cada día salva a alguien de su destino y hoy quisiera que me tocara a mí. No pido nada, me conformo con un poco de ternura, una mirada amiga y un guiño de complicidad. Quizás un poco de paciencia con este paisaje que hoy soy de silencios de invierno y lluvia y garabatos lentamente dibujados sobre el vaho melancólico del cristal, tan frio, en la mente.

lunes, diciembre 28, 2009

Bicicletas voladoras

No, no te asustes. No se trata de ninguna lista de reivindicaciones,
ni de ningún prospecto, ni siquiera de un exhausto epílogo.
No va de lamentaciones ni desórdenes ni miedos,
vividos o inventados.
Se trata simplemente de una pequeña aclaración,
de un paréntesis recién abierto,
de un recreo de cinco minutos en un día de lluvia.

Si en algún momento en ese periodo estudiado
por los físicos de partículas,
que transcurre entre un tiempo t1 y un tiempo t2
en el que no existe nada más que la nada más absoluta,
pasa por tu cabeza, pensamiento o mente
alguna divagante idea sobre mí,
busca un móvil o descuelga un teléfono.

Como quien escribe un recado sobre un pósit
que cuelga bajo un imán en la puerta del frigorífico
y después de los tres bips,
cuéntalo como si al otro lado no hubiera más
que un contestador automático sin cinta.
Pero recuerda,
solo si ese presente solitario es ocupado por mí.

Renuncio a favores de sustituciones de clases,
a peticiones de teléfonos de facultativos de reconocido prestigio,
a recibir reenvíos de presentaciones reivindicativas
de causas justas o frases redondas.
Renuncio también al conocimiento de las grandes ofertas
del supermercado de la esquina.
Solo acepto llamadas sobre mí,
sin historias de infiernos o cielos pasados o por pasar.
Porque esta vez sí que sí quería algo realmente imposible,
aún más improbable que verte pedalear encima de una bicicleta.

Por último al sufrido lector de estas líneas,
pedirle cierta indulgencia para con ellas -las líneas-.
La que le da esto a leer, tampoco llegó a conocerse.
¡Ah! y recuerde que
'lo cómico es lo trágico, más tiempo'.

Pobreta de princesas

"¿Eres poeta o escritor?". Todavía sigo preguntándome qué vería un tipo que por primera vez se tropieza conmigo en la mesa de un café para comenzar preguntándomelo. "Ojalá, ¡qué más quisiera yo!".

El peligro, el verdadero peligro de estas preguntas lo corre el siguiente infeliz que reciba un correo del interrogado. Porque podría imaginar que el correo es un cuento y en el cuento una princesa espera los retales que le quedan de una fantasía en el mismo balcón al que se asomará a ver cómo se marcha la fantasía con sus retales. Una princesa que gobierna su reino con su albornoz blanco y por corona luce un turbante de toalla blanca. Observando detrás de la ventana el sendero verde que rodea su torre de marfil, como no, también blanca. Una princesa de torre con ascensor y tendedero con vistas, pero condenada a vivir eternamente entre sus dos vecinas: Koré y Perséphone. Hasta el día en que bajen las hipotecas y consiga mudarse a otra más blanca, más alta y mejor aireada.

Este tipo de princesas van y vienen de balcón en balcón, a veces por la escalera otras por el ascensor. Desaparecen como por obra de un hechizo, de ellas no queda ni la sombra en las aceras. Están siempre de paso, unidas al mundo por el cordón del recuerdo. A veces cerca, pero aun entonces hay en ellas algo que las hace transparentes, ausentes, algo que las convierte en pájaros cotidianos. Pasan la
primera parte de su vida tratando de encajar en un mundo que no terminó de ser acogedor y la segunda, construyendo un mundo aparte inventado en cuentos de letras usadas con tinta rosa.

Cuando se van, casi nada queda de ellas. Quizá algunos recuerdos alrededor de la lápida como pétalos de cerezo. Una memoria breve y nostálgica de un ser que siempre fue humo. Sólo la fantasía las salva y las perdona. La fantasía las trae y la fantasía se las lleva. La fantasía de espaldas al tiempo, las hace por un costado humanas y por el otro lado princesas. Toda su vida la viven como si el tiempo transcurriera desde el pasado al presente, creyendo que su barca es propulsada por la estela que va dejando. Incapaces de comprender que lo que no es no puede producir lo que es. Zurcen su voluntad con ese temor constante de clavarse la aguja y volver a caer en la misma pesadilla... Incapaces de amar.

jueves, noviembre 05, 2009

Memoria

Cuándo seré memoria,
si acaso llego a ser.

Como el agua que se evapora
tras la lluvia,
o como una neblina turbia
sobre el asfalto de papel.

Cuándo seré memoria,
en un rinconcito de tu olvido.

Como ese charquito
que los niños pisan,
y esquivan tus piés.

Cuándo seré memoria,
de una
puñetera
vez.

lunes, octubre 26, 2009

Utópica despedida

Estimada mengana,
puedo decirle por fin
que transcurrido el tiempo
que ha pesado entre ambos,
el mengano que suscribe
renuncia a cualquier encuentro
casual o premeditado
con sus adúlteros traumas
y otros accesos infantiles.

La poca cordura que me resta
agoniza exhausta frente a la locura
de su incomprensión para con ella.
Entiendo la ceguera de sus sentidos
y sus ansias por esconderla
bajo la sábana del placer.

Pero querida mengana,
con usted no hallo más
que el silencio en la noche,
la frontera en el horizonte
y la ruina en las estrellas.

No sos más que lo que palpo,
miro, acaricio o penetro.
Por más que busco,
en su universo
solo encuentro
el hueco de mi soledad.

Mengana suya,
aun resta
un huequito
para la esperanza.
Por esta razón
y por no perderla,
me despido de usted.
Le dejo con su bastón
y su perro lazarillo,
que yo seguiré
buscando mi utopía.

martes, mayo 12, 2009

Declaración de fin sin principios

No hay lugar más absurdo para escribir sobre estos temas que una oficina. Aunque los ventanales sean grandes y muestren un día nublado, plomizo y con ese blanco tiznado de las mañanas indecisas, de esas en las que no sabes si sacar a pasear el paraguas o arriesgarte a correr debajo de un chaparrón que, por las fechas en las que andamos, debe ser primaveral. No sé.

Tampoco sé de dónde me vienen exactamente estas ganas por escribir esto. También plomizo como la mañana. Quizá esa absurda esperanza de que cada letra escrita arranque uno de los alfileres que se clavan en el estómago cada noche hasta cerrarlo. Los mismos que me hacen saltar de la cama por la mañana a enfundarme las zapatillas y comenzar el día corriendo junto al río. Empujado por ese absurdo deseo de alejarme lo más posible de esta sensación de clavo que al abrir los ojos comienza a invadir cada célula, cada poro de la piel. Hay momentos en los que uno quisiera tirarse al agua y dejar que los peces los arrancaran uno tras otro. Pero las últimas escaleras te llevan a la puerta del mismo apartamento del que has salido huyendo y todos ellos, contados uno a uno, suben contigo al autobús y se sientan en la misma mesa, frente al mismo monitor que tú. Bajan contigo al comedor y siguen tus pasos en el camino de vuelta. El mismo camino en el que vuelves la mirada a una esquina con un balcón y cuatro ventanas. Las mismas en las que bajabas las persianas en la noche y las subías por la mañana. Recuerdas el miedo con el que agarrabas la cinta antes de subirla o después de bajarla. Ese miedo a una rutina recién aprendida tan frágil que con un par de palabras, sin más, se diluiría en esta pequeña esclavitud, una más de la que aprender a huir o a llevar o a olvidar. No sé.

Y cuando continúas por la avenida buscando un hueco por donde atravesarla, piensas que en esto el único que no tiene coartada eres tú. Por un segundo no ves tan indeseable un pasado, por muy cruel que haya sido, que justifique todas las tiranías que se le antojen a tu fantasía infantil de hadas y princesas, de esas de las que te arrastran a una cama o te llevan de la mano por una calle o se detiene en una esquina a besarte. Pero al segundo siguiente vuelve un doloroso sentimiento de caridad. Tan absurdo en estos casos en los que lo único que imploras, pides, suplicas a los Dioses del azar, a todos y a cada uno de ellos: los sabios, los débiles, los generosos, los arbitrarios, los crueles, a todos los que te han arrastrado a elevar esta oración de súplica por un poco de odio. Cada paso del día, cada mirada devuelta en el espejo implora un poco de odio. Pero cómo adivinar si la gracia ha sido concedida. ¿Está en tu estómago? ¿En cada uno de los músculos de tus piernas que cada mañana te sujetan al borde del río? ¿Se concede en cada uno de esos sueños que te despiertan de madrugada y te echan de la cama antes de que suene el despertador? ¿Tiene la voz pausada, serena, tranquila del que se sabe vencido por un sentimiento del que eres el único propietario? Y ya sabes cuánto duele la orfandad en estos casos. O quizás camine con cada uno de los pasos que te acompañan junto a la muralla de una ciudad en adopción que no sabes cuando se volverá definitivamente bastarda. No sé.

Solo sabes que cada noche te enfrentas al dibujo de cada músculo de tu cuerpo sobre el espejo. Buscas una palabra, un sentido, una razón en las nuevas líneas que cada día aparecen reflejadas frente a tus ojos. Pero la única verdad que encuentras es que nunca te habías sentado en ninguna mesa a escribir lo que estás terminando de escribir. Nunca habías sido tan sincero como para contarte que esto es lo que hay y que no quedan más verdades que buscar en ningún dobladillo de ningún bolsillo. Tan solo el deseo de arrancar de su piel cada una de las huellas que dejaron tus labios sobre ella. Borrar cada palabra arrojada sobre sus sábanas. Las dulces y las otras que te susurró al oído que le dijeras. Olvidar las imágenes que se siguen clavando sobre el estómago y te paralizan las piernas, cuando piensas que querías seguir la cojera de sus pasos, su espalda destartalada, las enfermedades de su vientre y toda la locura de su vida y alrededores. Que estabas dispuesto a compartir todos sus miedos o excusas o lo que quiera que sea. Que cada día sacrificarías el tiempo de un café para escribirle como ya hacías:

"Un sabor ocre, salado.
Un tacto suave
que se vuelve húmedo
bajo la lengua
y que olvida el oído
tras el rastro
de un susurro,
de un jadeo...

Esta noche me preguntaste a qué sabías.
Es algo un poco más complicado
que la búsqueda de un sabor.
Te diría que es una forma
de experimentarte tal y como eres,
no como podría imaginarte o cambiarte.
Sencillamente como una geografía
imposible por la que recorrer
senderos de bosques encantados
y amaneceres de desiertos.
Empujado por esa
irremediable necesidad
de escribir tu nombre
en el tetragrama junto
a los nombres de Adonai,
Coatlicue, Grian, Atum, Freyja,
Vishnú, Alá, la Mama Cocha,
Buda, Ix Chel y Jesús
por el regalo de tu existencia".

...El regalo de su existencia. ¿Cuántas veces lo has dicho? Yo no te miro, te disfruto... Y realmente lo hacías. Si alguna vez ella hubiera sido consciente de la avaricia con que limitaba sus contornos, de la lentitud con qué la recorría desde la punta de los pies hasta lo más alto de su alma. Si alguna vez hubiera sabido de verdad como la veía, si hubiera tenido conciencia de todo ese desorden que me habitaba al mirarla, se llenaría de pavor, de vergüenza y de orgullo.

Todo para andar ahora siguiendo sus pasos por la Alameda como un perro sin dueño y elegirte a ti para mandarte esta declaración de fin sin principios. No por consuelo o por mostrarme o encontrarme o por intentar comprender algo más de esta erupción en la que por más que busco, no logro encontrar volcán alguno. No busca consejo ni juicio. No quiero absolución ni pido el perdón de mi condena. Lo hago porque eres lo más cercano a ella, el único camino para la fantasía absurda de hacerle llegar toda esta anarquía que me habita. Me desnudo de la forma más impune, sin pedir permiso abro los brazos y la gabardina muestra todo lo que hay. Justo ahora que el tiempo está comenzando a convertir en un mal chiste un domingo de fotos, dos cines y media docena de noches.

viernes, octubre 10, 2008

Regreso

Y todo termina ahí,
justo ahí.

Detrás de la puerta.
Asomado a la ventana.
Sentado en el borde de la cama.

Todo termina con un sillón
frente al televisor
de madrugada,
con la luz encendida,
esperando.