miércoles, noviembre 24, 2004

Declaración escrita de principios y fines

La llama apuraba los restos de cera que prendían en la concavidad del portavelas dorado. Consumía el trozo de papel que hasta un minuto antes había ayudado a mantener la verticalidad del pequeño cirio blanco que la noche anterior iluminó el teclado donde escribió lo que ella estaba leyendo en la misma pantalla, tal y como la imaginó mientras lo escribía.

En el ángulo de cuarenta y cinco grados en el que observaba su rostro, perseguía sin usura el movimiento de sus ojos –los de ella– sobre las líneas. Intentaba traducir cualquier signo que escapara de sus cejas, su nariz, sus labios. Pero lo único que conseguía era una taquicardia adolescente que intentaba disimular con silencio.

Y en silencio pensó un pequeño agujero, uno de esos por los que puedes asomarte a ojear la amalgama de impulsos que viajan, se cruzan, vuelven, desaparecen y resucitan entre el millón de neuronas que cohabitan en el pensamiento. Imploró al genio del portavelas dorado le concediera aquel diminuto agujero por el que leer los latidos de su corazón entre párrafo y párrafo.

Pero los genios de portavelas dorados no existen y a las líneas siguieron pequeñas confidencias, las mismas que habían encendido el portátil y abierto el documento. Fonemas disimulados de literatura inventada –o no, cómo adivinarlo–, caminos que volvieron a perderse por el sendero de lo formalmente correcto.

Una cena improvisada y escasa finalizó la velada a una hora prudente. Un taxi en la avenida dobló la esquina y sus pasos le devolvieron al patio de columnas blancas que atravesó para subir las escaleras hasta su pequeño apartamento de paredes cobrizas. Apuró las sobras de la mesa, recogió platos y vasos, y antes de cerrar el portátil se preguntó por enésima vez si un poquito de amor sería posible. Se preguntó por qué no había renunciado a las metáforas para confesar que el pecador era él y su pecado ella. Por qué no pidió confesión y no ofreció la penitencia de la oración más devota a los pies de su cama, para ofrecerle súplicas a sus labios, ruegos a su cuello, rogativas a sus pechos. Habría formulado voto de lujuria en su espalda y plegarias en su vientre si ella se lo hubiera pedido.


Intentó apagar el portátil pero no pudo hacerlo sin antes volver a releer…

“No sabía muy bien por qué –o tal vez sí– pero deseaba que esa noche colgaran del cielo un millón de estrellas…”.