jueves, noviembre 25, 2004

Sonata declarada en plagio mayor

No sabía muy bien por qué –o tal vez sí– pero deseaba que esa noche colgaran del cielo un millón de estrellas, que el viento se amansara y fuera un susurro tierno, que la oscuridad resultara luminosa como la mirada que apenas había comenzado a conocer, y que el silencio cantara nanas a los más desvalidos, a los más solitarios.

No sabía muy bien por qué, pero esa noche se había convertido en una noche especial sin motivo aparente. Deseaba que los semáforos de las esquinas se pusieran celestes, que florecieran de pronto los almendros con flores de colores y que se detuviera la circulación de las ciudades para escuchar el canto de los grillos.

Deseaba eso y mucho más pero se conformaba con que el cielo tuviera ese millón de estrellas, le sobraba con que mañana amaneciera otra vez y la certidumbre de que su cuarto y mitad de esperanza fuera posible le abrazara aunque fuera por un instante.

Como el sirimiri, esa lluvia que cae y apenas te das cuenta que llueve hasta que una gota te resbala la mejilla lo mismo que una lágrima, su imagen, recién aprendida, se había instalado en el calendario. Cada mañana, equimojada, se posaba en sus cosas suavemente; entraba por la ventana e igual que la tenue neblina en el amanecer de un río, se arrastraba por el suelo, escalaba por las patas de las sillas, subía hasta la lámpara y poco a poco tomaba posesión de todo. Trepaba lo mismo que la hiedra y le atenazaba las piernas, se enroscaba entre sus manos e inundaba sus sueños.

Fue una ráfaga de viento que abrió su alma de par en par. Buscó en los cajones bufandas que un día le sirvieron para entibiar otras soledades, otros fríos, pero estaban deslucidas, ajadas, deshilvanadas, inservibles. Incluso aquella gabardina sobre la que resbalaban sin calar todas las lluvias, había perdido su condición impermeable. Caminar con ella bajo un simple sirimiri le dejaba chorreando hasta los huesos. Ningún jersey, ninguna manta podía con aquella sensación.

No le servía de nada guardar su sueño en el cajón de la mesita ni tratar de controlar serenamente lo que ha surgido en forma incontrolada e incontrolable. Tampoco servía el bicarbonato para calmar el ardor de un primer encuentro ni sedaban los sedantes la espera de una certidumbre. No servía de nada esconder bajo la cama la esperanza ni levantar la esquina de la alfombra y tapar las taquicardias de un corazón entregado.

La vida de repente se le había convertido en un incendio, el único incendio en el que merece la pena arder y hasta quemarse, quemarse hasta la consumación total y ya vería luego dónde encontrar el bálsamo que aliviara las heridas.

Aquella noche, a las tantas de la madrugada, ocurrió que sólo un espejo le esperaba de guardia, abierto de par en par, dispuesto a devolverle esas tres o cuatro verdades que uno se empeña en esconder por los bolsillos para no encontrarlas nunca pero que están ahí, tres o cuatro verdades disimuladas, dobladas, perdidas en los dobladillos del alma, voluntariamente ignoradas, no queridas –o sí–.

En la mirada de aquel hombre que le contemplaba desde el otro lado del espejo se descubrió observándola. Se hizo consciente de la avaricia con que limitaba sus contornos, de la lentitud con qué la recorría desde la punta de los pies hasta lo más alto de su alma. Si alguna vez ella supiera de verdad como la veía, si tuviera conciencia de todo ese desorden que le habitaba al mirarla, se llenaría de pavor, de vergüenza y de orgullo.

Aquellos ojos horadados en el cristal permanecieron mudos y en ellos escuchó como había perseguido el silencio junto ella, los ecos de su respiración, su corazón latiendo. Había inventado el ruido de sus músculos tensándose bajo el tacto de sus dedos viajando por toda su geografía fabulosa de bosques encantados y amaneceres de desierto.

Bajo la luz cobriza que arrancaba su silueta del espejo, claudicó ante los dioses que rigen el azar de los pobres mortales arrojándolos a guerras imposibles, perdidas antes de ser declaradas.

No quiso librar ninguna batalla y por lo tanto renunció desde ese instante a cualquier intento de conquista. Pero como renunciar a intentar ocupar pacíficamente tan solo su paisaje más íntimo, y ni tan siquiera eso. Solo quería que ella, si fuera posible, le dejase apenas un momento, una esquina perdida de su corazón y un poco de su cuerpo.

No pedía que se entregara a él como él ya se había entregado a ella. Ni siquiera que se le entregara. No pedía toda la vida, sino lo que ella buenamente quisiera, cualquier ratito que tuviera libre, le daba igual que fuera un año sabático que una noche de insomnio; incluso lo que dura el descanso entre el documental y la película o el tiempo de publicidad antes de que empiece el partido de fútbol.

El problema era como confesar ese desliz, su imprudencia, el pecado. Durante toda la noche hizo muchas pruebas, diseñó sonidos, sacó moldes, se inventó signos, pero no daba con la palabra justa. Cogió también alguna de los diccionarios y con una lima trataba de endulzar los perfiles o amansar un poco los acentos. Pero no consiguió nada. Las palabras que le salían del horno de hacer palabras eran unas veces duras como piedras y otras ni siquiera llegaban a cocer y se rompían apenas abandonaban los labios. Las más doradas no tenían el tamaño exacto de su boca –la de ella– de forma que tampoco servían.

Había sucumbido a la niebla, al frío, a la lluvia que gota a gota había inundado de ilusas taquicardias su ilusión. Descartó pedir cita al cardiólogo y buscó entre sus libros de guardia retales prestados con los que condenarse. Buscó en ellos los síntomas, el nombre de su patología, pero solo encontró una definición imposible:

Enfermedad cardiovascular que presenta una ilusión acuciante de que dos sin necesidad de llegar a mayores –o sí– se abracen fuerte prescindiendo más o menos del mundo. Padecida por quien pretende compartir dos soledades en un momento del tiempo y en algún lugar del espacio. Suele presentar alucinaciones de dos cuerpos unidos sin necesidad de mirar hacia atrás ni proyectar el futuro. La dolencia suele ser dulce, suave, en absoluto exigente, no premeditada, azul y voluntaria.



Abandonó la sentencia de la página impar de aquel inverosímil vademécum. Ojeó las páginas amarillas pero no encontró ninguna tienda donde vendieran olvido a plazos. El amanecer se descolgó sobre la mesa camilla de la salita; levantó el teléfono, confesó su pecado y pidió por favor una absolución rápida e indolora.

2 Comments:

Blogger Elisabeta said...

Desearia encontrar esa tienda donde venden el olvido a plazos...Precioso post,besos de buenos dias.

25 de noviembre de 2004, 12:14  
Blogger G. said...

El personaje de tu post me da sana envidia (aunque la envidia nunca es sana). Esa dolencia puede ser un regalo, y da igual lo que pase después.

Con tu permiso, me llevo tus palabras para mi casa, en un papel, para guardarlas con otras palabras que también fueron "como una ráfaga de viento que abrió mi alma de par en par".

Gracias Adso, pero a este paso, vas a acabar conmigo. Besitos

25 de noviembre de 2004, 16:09  

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