martes, mayo 12, 2009

Declaración de fin sin principios

No hay lugar más absurdo para escribir sobre estos temas que una oficina. Aunque los ventanales sean grandes y muestren un día nublado, plomizo y con ese blanco tiznado de las mañanas indecisas, de esas en las que no sabes si sacar a pasear el paraguas o arriesgarte a correr debajo de un chaparrón que, por las fechas en las que andamos, debe ser primaveral. No sé.

Tampoco sé de dónde me vienen exactamente estas ganas por escribir esto. También plomizo como la mañana. Quizá esa absurda esperanza de que cada letra escrita arranque uno de los alfileres que se clavan en el estómago cada noche hasta cerrarlo. Los mismos que me hacen saltar de la cama por la mañana a enfundarme las zapatillas y comenzar el día corriendo junto al río. Empujado por ese absurdo deseo de alejarme lo más posible de esta sensación de clavo que al abrir los ojos comienza a invadir cada célula, cada poro de la piel. Hay momentos en los que uno quisiera tirarse al agua y dejar que los peces los arrancaran uno tras otro. Pero las últimas escaleras te llevan a la puerta del mismo apartamento del que has salido huyendo y todos ellos, contados uno a uno, suben contigo al autobús y se sientan en la misma mesa, frente al mismo monitor que tú. Bajan contigo al comedor y siguen tus pasos en el camino de vuelta. El mismo camino en el que vuelves la mirada a una esquina con un balcón y cuatro ventanas. Las mismas en las que bajabas las persianas en la noche y las subías por la mañana. Recuerdas el miedo con el que agarrabas la cinta antes de subirla o después de bajarla. Ese miedo a una rutina recién aprendida tan frágil que con un par de palabras, sin más, se diluiría en esta pequeña esclavitud, una más de la que aprender a huir o a llevar o a olvidar. No sé.

Y cuando continúas por la avenida buscando un hueco por donde atravesarla, piensas que en esto el único que no tiene coartada eres tú. Por un segundo no ves tan indeseable un pasado, por muy cruel que haya sido, que justifique todas las tiranías que se le antojen a tu fantasía infantil de hadas y princesas, de esas de las que te arrastran a una cama o te llevan de la mano por una calle o se detiene en una esquina a besarte. Pero al segundo siguiente vuelve un doloroso sentimiento de caridad. Tan absurdo en estos casos en los que lo único que imploras, pides, suplicas a los Dioses del azar, a todos y a cada uno de ellos: los sabios, los débiles, los generosos, los arbitrarios, los crueles, a todos los que te han arrastrado a elevar esta oración de súplica por un poco de odio. Cada paso del día, cada mirada devuelta en el espejo implora un poco de odio. Pero cómo adivinar si la gracia ha sido concedida. ¿Está en tu estómago? ¿En cada uno de los músculos de tus piernas que cada mañana te sujetan al borde del río? ¿Se concede en cada uno de esos sueños que te despiertan de madrugada y te echan de la cama antes de que suene el despertador? ¿Tiene la voz pausada, serena, tranquila del que se sabe vencido por un sentimiento del que eres el único propietario? Y ya sabes cuánto duele la orfandad en estos casos. O quizás camine con cada uno de los pasos que te acompañan junto a la muralla de una ciudad en adopción que no sabes cuando se volverá definitivamente bastarda. No sé.

Solo sabes que cada noche te enfrentas al dibujo de cada músculo de tu cuerpo sobre el espejo. Buscas una palabra, un sentido, una razón en las nuevas líneas que cada día aparecen reflejadas frente a tus ojos. Pero la única verdad que encuentras es que nunca te habías sentado en ninguna mesa a escribir lo que estás terminando de escribir. Nunca habías sido tan sincero como para contarte que esto es lo que hay y que no quedan más verdades que buscar en ningún dobladillo de ningún bolsillo. Tan solo el deseo de arrancar de su piel cada una de las huellas que dejaron tus labios sobre ella. Borrar cada palabra arrojada sobre sus sábanas. Las dulces y las otras que te susurró al oído que le dijeras. Olvidar las imágenes que se siguen clavando sobre el estómago y te paralizan las piernas, cuando piensas que querías seguir la cojera de sus pasos, su espalda destartalada, las enfermedades de su vientre y toda la locura de su vida y alrededores. Que estabas dispuesto a compartir todos sus miedos o excusas o lo que quiera que sea. Que cada día sacrificarías el tiempo de un café para escribirle como ya hacías:

"Un sabor ocre, salado.
Un tacto suave
que se vuelve húmedo
bajo la lengua
y que olvida el oído
tras el rastro
de un susurro,
de un jadeo...

Esta noche me preguntaste a qué sabías.
Es algo un poco más complicado
que la búsqueda de un sabor.
Te diría que es una forma
de experimentarte tal y como eres,
no como podría imaginarte o cambiarte.
Sencillamente como una geografía
imposible por la que recorrer
senderos de bosques encantados
y amaneceres de desiertos.
Empujado por esa
irremediable necesidad
de escribir tu nombre
en el tetragrama junto
a los nombres de Adonai,
Coatlicue, Grian, Atum, Freyja,
Vishnú, Alá, la Mama Cocha,
Buda, Ix Chel y Jesús
por el regalo de tu existencia".

...El regalo de su existencia. ¿Cuántas veces lo has dicho? Yo no te miro, te disfruto... Y realmente lo hacías. Si alguna vez ella hubiera sido consciente de la avaricia con que limitaba sus contornos, de la lentitud con qué la recorría desde la punta de los pies hasta lo más alto de su alma. Si alguna vez hubiera sabido de verdad como la veía, si hubiera tenido conciencia de todo ese desorden que me habitaba al mirarla, se llenaría de pavor, de vergüenza y de orgullo.

Todo para andar ahora siguiendo sus pasos por la Alameda como un perro sin dueño y elegirte a ti para mandarte esta declaración de fin sin principios. No por consuelo o por mostrarme o encontrarme o por intentar comprender algo más de esta erupción en la que por más que busco, no logro encontrar volcán alguno. No busca consejo ni juicio. No quiero absolución ni pido el perdón de mi condena. Lo hago porque eres lo más cercano a ella, el único camino para la fantasía absurda de hacerle llegar toda esta anarquía que me habita. Me desnudo de la forma más impune, sin pedir permiso abro los brazos y la gabardina muestra todo lo que hay. Justo ahora que el tiempo está comenzando a convertir en un mal chiste un domingo de fotos, dos cines y media docena de noches.