viernes, abril 25, 2008

Obla

del tránsito de la noche
de los recodos de las esquinas
de las sombras de neón
de la luz ocre de los hostales
del exilio de una vida
de la huída entre los adoquines
de los nombres escritos
/ con lágrimas y rabia
/ en las tapias del sueño
del último naufragio
/ cuando no quedan más barcos
/ que quemar y todo está perdido.

Una puerta se abre
en esta pasarela que es la vida.
Al otro lado
un espejo aguarda
la desesperanza tenue
que habita el corazón
para mostrar tu belleza,
la única posible,
la que nada sabe
de rimel y sombras,
de pinceles y lacas,
de tacones y frío.

Un pasillo a una mesa
de mantel blanco
y velas encendidas
espera a que entres,
elijas tu silla
y te sientes...

Nosotras somos
la puerta,
el pasillo,
el espejo,
la pequeña llama
que revolotea sobre el mantel,
esperándote para partir el pan.

martes, abril 01, 2008

Condicional, primera persona del singular: yo podría (Plagios y composiciones II)

El sonido seco de una gota cayendo, ahoga el runruneo del frigorífico. Como un reloj de agua, marca el tiempo que escucha una figura en penumbra sentada al filo de la cama, contando los silencios que siguen a cada caída. No hay nada más, cuando un coche golpea el empedrado de la calle al tomar la curva que lo aleja. Otra vez la caída y la explosión de una nueva gota que amenaza con desbordar el tiempo. La figura permanece sentada, aguardando la siguiente. Siempre la siguiente. Inmóvil. Vacía.

Toda su biografía la podía escribir en una sola noche. Disfrazadas de playas y ciudades que pasan, las promesas se habían olvidado como un sueño. La vida, la suya, se había acostumbrado al autobús de las siete y media, a la urgencia de los plazos en el trabajo, al sillón frente al televisor y al cambio compulsivo de canal. Cada noche la madrugada le asaltaba a deshora, sin sueño y agotado. Incapaz de huir de los miedos que le sentaban frente al ordenador para seguir con el trabajo de una oficina convertida en cueva.

Aquella tarde la miró tan hondo que fue un vértigo. Bebió cada una de sus palabras. Siguió el brillo de sus ojos con los suyos. Quiso buscar alguna palabra que la arropara, pero dónde encontrarla. Eran como aquellos formales y el frío, hablando con sospechosa objetividad de grandes temas en dos volúmenes. Qué decirle si él vivía escondido tras los usos de siempre, tras las buenas costumbres y las leyes; y ella ya había aprendido a amar a manos llenas, a borbotones, a amar hasta salvarse o condenarse, amar sin ningún fin, amar sin fin, amar sin tregua, sin remisión, sin esperanza, sin cadenas.


(Por qué no te quedás…)


Un escalofrío recorrió su espalda al escucharla. Durante un segundo olvidó todos los atajos que su corazón había seguido hasta un callejón sin salida. Se imaginó aceptando el hecho de que tal vez podría ser posible, aunque lo fuera a través de una puerta en llamas con el luminoso de ‘salida de emergencia’. Durante ese segundo se imaginó dejando la seguridad de su burbuja, abandonando su sillón de orejas, el coche nuevo adquirido en cómodos plazos, la tele de plasma y el crédito a treinta o cuarenta años. Durante un segundo quedó inmóvil observando el brillo de los ojos que le habían paralizado, dejándole completamente aterrado.

Sabía que nunca debía hablar de amor, a menos que tuviera la vista vuelta hacia otra parte. Pensaba que no debía nunca hablar de amor de frente, si no quería correr el riesgo de dejarse atrapar por las palabras. Él apenas si había esbozado algún susurro y siempre de espaldas. Pero aquella tarde no había ningún teléfono tras el que refugiarse. Así que guardo silencio.


(Por qué no te quedás…)


Todo lo que había escuchado de ella no era más que un ‘podría enamorarme de ti’. Tan solo era eso, un condicional en un momento de debilidad. Una pequeña tregua en su desesperación cotidiana. Él no podía ser ejemplo de nada, ni siquiera de penúltima esperanza. Pensó.

La acompañó a su convento, en una noche de invierno extrañamente fría en este tiempo de cambio climático. Se despidieron en la puerta, ella con un gracias, él con un no tienes que dármelas. Volvió a su apartamento. Buscó en la cocina un cacharro con el que recoger la fuga de la cisterna. Se lavó los dientes y en la mirada de aquel hombre que le contemplaba desde el otro lado del espejo no vio inquietud, o miedo, o esperanza en todo caso, tal vez, una brizna de cansancio, tan solo eso, mientras su corazón, un folio escrito a mano, se desangraba sin estridencias sobre el lavabo engarzado en mármol negro.

Desde el filo de la cama con la mirada a oscuras, siguió el sonido de cada gota cayendo. Inmóvil. Vacío.


(Por qué no te quedás…)