lunes, noviembre 29, 2004

Persianas bajadas

Pensó escribir algo breve, corto y exiguo. Lo suficiente como para aparcar los dos días de edredón, ayuno y persianas bajadas. Necesitaba respirar y romper el nudo del estómago que aquella mañana le había tirado de la cama.

Sus ojos celestes lo fueron por primera vez en la mañana nublada del lunes. Cuando llegó a la oficina entró en el servicio y, sobre el lavabo, intentó encontrar el reflejo del 'hombre hermoso' al que ella había despedido desde la cama. Solo vio cansancio y vacío en aquella mirada. Pero no tenía queja, lo que le había pedido era precisamente eso, que le dejase apenas un momento, una esquina perdida de su corazón y un poco de su cuerpo.

Se descubrió aun más débil de lo planeado, quizá ya iba siendo hora de ir buscando el bálsamo que aliviara las heridas. En la mesa escribió una dirección http y se dejó arrullar por los regalos de anónimas letras. Cuando terminó de leerlas, levantó el auricular, marcó un número de mil cifras y esperó a que al otro lado descolgara su bruja de guardia.

viernes, noviembre 26, 2004

Luz, taquígrafos y confesión

Hay noches como esta en la que te pesan los zapatos en cada escalón, que cuando alcanzas la puerta y giras la llave del apartamento, se te hace un mundo abrirla. Apagas las luces, enciendes un par de velas, te dejas caer en el sillón y en silencio, sin testigos ni abogados ni jueces pides la venia para admitir tu derrota.

Es entonces cuando comienzas el alegato de la defensa. Alegas que todas las pruebas son circunstanciales, que no quedaban plazas en el tren y en la taquilla de la estación de autobuses tan solo pediste un asiento junto a la ventana cerca del conductor. Que nada tienes que ver con el accidente que detuvo el tráfico durante más de una hora y que las otras seis horas de cháchara fueron solo un intento de hacer el viaje más llevadero. Admites que despertó tu curiosidad, que te sentías cómodo escuchando e incluso hablando, que conocer gente en una ciudad prestada ayuda a sobrevivirla. Si hay algo que sabemos los foráneos, es que los grandes regalos son gratuitos y no necesitan lacitos rojos, vienen sin pretensiones y, con un poco de suerte, te permiten compartir alguna confidencia de mesa y café.

Manifiestas que cuando te pidió tu teléfono y anotaste el suyo, solo se trataba de ofrecer un número al que acudir cuando la ciudad se pusiera cuesta arriba. Expones que fue casual que la calle donde ella paraba esa noche pillara de camino del piso de tus amigos, que cuando paró el taxi y preguntaste su nombre, antes de ayudarle a bajar su mochila, sólo querías saber qué nombre guardar junto a su número en el móvil.

Declaras que desconocías su dirección cuando alquilaste aquel apartamento del centro seis meses antes, a diez minutos del suyo. Que cuando quedaron la primera noche, tan solo se trataba de hacer más llevadero aquel jueves y que el resto de las tardes y las cenas que siguieron fueron porque era agradable y, de algún modo, ayudaba a sobrellevar otro día en una ciudad que nunca termina de ser propia.

Afirmas que en ningún momento fuiste consciente de que existiera aquella rendija. Que habías cerrado las ventanas y atrancado la puerta, no había ranura, fisura ni grieta que no hubiera sido clausurada, cerrada o reparada. Que desconoces cómo había entrado aquella ventisca, que cuando escribiste lo que ella leyó en tu portátil no fue más que un ejercicio de literatura, puro fuego de artificio. Es entonces cuando te rindes y admites que mientras seguías sus ojos sobre las líneas que ella leía, empezaste a dudar de ti mismo.

Desde ese momento arrastras la duda por las aceras, sube contigo al autobús y, cuando menos te lo esperas, te asalta en la oficina. Puede que esto explique por qué esta noche subir las escaleras, alcanzar la puerta y girar la llave del apartamento se haya convertido en un ejercicio tan difícil después de haberla dejado sin haber sido incapaz de confesar tu culpa.

Y es que hay noches, como ésta, en la que uno pone las cartas boca arriba, abre de par en par los brazos y dice, sencillamente, esto es lo que hay. Yo soy la figura que devolvía el espejo, el que claudicó ante los dioses, el que perdió la guerra antes de ser declarada, incapaz de amasar las palabras adecuadas. Soy el que padece la dolencia, el mismo que descuelga el teléfono, confiesa su pecado y pide por favor una absolución rápida e indolora. Incapaz de decírtelo antes de los postres o después de lavar los platos y que ahora escribe que nunca quiso dejar de ser honesto contigo.

Pero no te preocupes que las aclaraciones no son necesarias, que no hay razón ni causa. Que mañana será otro día y no tienes más que tirar este correo a la papelera. Estas cosas a veces pasan y aunque no existen tiendas donde vendan olvido a plazos, mañana sin falta compro la masilla para tapar la rendija.

jueves, noviembre 25, 2004

Sonata declarada en plagio mayor

No sabía muy bien por qué –o tal vez sí– pero deseaba que esa noche colgaran del cielo un millón de estrellas, que el viento se amansara y fuera un susurro tierno, que la oscuridad resultara luminosa como la mirada que apenas había comenzado a conocer, y que el silencio cantara nanas a los más desvalidos, a los más solitarios.

No sabía muy bien por qué, pero esa noche se había convertido en una noche especial sin motivo aparente. Deseaba que los semáforos de las esquinas se pusieran celestes, que florecieran de pronto los almendros con flores de colores y que se detuviera la circulación de las ciudades para escuchar el canto de los grillos.

Deseaba eso y mucho más pero se conformaba con que el cielo tuviera ese millón de estrellas, le sobraba con que mañana amaneciera otra vez y la certidumbre de que su cuarto y mitad de esperanza fuera posible le abrazara aunque fuera por un instante.

Como el sirimiri, esa lluvia que cae y apenas te das cuenta que llueve hasta que una gota te resbala la mejilla lo mismo que una lágrima, su imagen, recién aprendida, se había instalado en el calendario. Cada mañana, equimojada, se posaba en sus cosas suavemente; entraba por la ventana e igual que la tenue neblina en el amanecer de un río, se arrastraba por el suelo, escalaba por las patas de las sillas, subía hasta la lámpara y poco a poco tomaba posesión de todo. Trepaba lo mismo que la hiedra y le atenazaba las piernas, se enroscaba entre sus manos e inundaba sus sueños.

Fue una ráfaga de viento que abrió su alma de par en par. Buscó en los cajones bufandas que un día le sirvieron para entibiar otras soledades, otros fríos, pero estaban deslucidas, ajadas, deshilvanadas, inservibles. Incluso aquella gabardina sobre la que resbalaban sin calar todas las lluvias, había perdido su condición impermeable. Caminar con ella bajo un simple sirimiri le dejaba chorreando hasta los huesos. Ningún jersey, ninguna manta podía con aquella sensación.

No le servía de nada guardar su sueño en el cajón de la mesita ni tratar de controlar serenamente lo que ha surgido en forma incontrolada e incontrolable. Tampoco servía el bicarbonato para calmar el ardor de un primer encuentro ni sedaban los sedantes la espera de una certidumbre. No servía de nada esconder bajo la cama la esperanza ni levantar la esquina de la alfombra y tapar las taquicardias de un corazón entregado.

La vida de repente se le había convertido en un incendio, el único incendio en el que merece la pena arder y hasta quemarse, quemarse hasta la consumación total y ya vería luego dónde encontrar el bálsamo que aliviara las heridas.

Aquella noche, a las tantas de la madrugada, ocurrió que sólo un espejo le esperaba de guardia, abierto de par en par, dispuesto a devolverle esas tres o cuatro verdades que uno se empeña en esconder por los bolsillos para no encontrarlas nunca pero que están ahí, tres o cuatro verdades disimuladas, dobladas, perdidas en los dobladillos del alma, voluntariamente ignoradas, no queridas –o sí–.

En la mirada de aquel hombre que le contemplaba desde el otro lado del espejo se descubrió observándola. Se hizo consciente de la avaricia con que limitaba sus contornos, de la lentitud con qué la recorría desde la punta de los pies hasta lo más alto de su alma. Si alguna vez ella supiera de verdad como la veía, si tuviera conciencia de todo ese desorden que le habitaba al mirarla, se llenaría de pavor, de vergüenza y de orgullo.

Aquellos ojos horadados en el cristal permanecieron mudos y en ellos escuchó como había perseguido el silencio junto ella, los ecos de su respiración, su corazón latiendo. Había inventado el ruido de sus músculos tensándose bajo el tacto de sus dedos viajando por toda su geografía fabulosa de bosques encantados y amaneceres de desierto.

Bajo la luz cobriza que arrancaba su silueta del espejo, claudicó ante los dioses que rigen el azar de los pobres mortales arrojándolos a guerras imposibles, perdidas antes de ser declaradas.

No quiso librar ninguna batalla y por lo tanto renunció desde ese instante a cualquier intento de conquista. Pero como renunciar a intentar ocupar pacíficamente tan solo su paisaje más íntimo, y ni tan siquiera eso. Solo quería que ella, si fuera posible, le dejase apenas un momento, una esquina perdida de su corazón y un poco de su cuerpo.

No pedía que se entregara a él como él ya se había entregado a ella. Ni siquiera que se le entregara. No pedía toda la vida, sino lo que ella buenamente quisiera, cualquier ratito que tuviera libre, le daba igual que fuera un año sabático que una noche de insomnio; incluso lo que dura el descanso entre el documental y la película o el tiempo de publicidad antes de que empiece el partido de fútbol.

El problema era como confesar ese desliz, su imprudencia, el pecado. Durante toda la noche hizo muchas pruebas, diseñó sonidos, sacó moldes, se inventó signos, pero no daba con la palabra justa. Cogió también alguna de los diccionarios y con una lima trataba de endulzar los perfiles o amansar un poco los acentos. Pero no consiguió nada. Las palabras que le salían del horno de hacer palabras eran unas veces duras como piedras y otras ni siquiera llegaban a cocer y se rompían apenas abandonaban los labios. Las más doradas no tenían el tamaño exacto de su boca –la de ella– de forma que tampoco servían.

Había sucumbido a la niebla, al frío, a la lluvia que gota a gota había inundado de ilusas taquicardias su ilusión. Descartó pedir cita al cardiólogo y buscó entre sus libros de guardia retales prestados con los que condenarse. Buscó en ellos los síntomas, el nombre de su patología, pero solo encontró una definición imposible:

Enfermedad cardiovascular que presenta una ilusión acuciante de que dos sin necesidad de llegar a mayores –o sí– se abracen fuerte prescindiendo más o menos del mundo. Padecida por quien pretende compartir dos soledades en un momento del tiempo y en algún lugar del espacio. Suele presentar alucinaciones de dos cuerpos unidos sin necesidad de mirar hacia atrás ni proyectar el futuro. La dolencia suele ser dulce, suave, en absoluto exigente, no premeditada, azul y voluntaria.



Abandonó la sentencia de la página impar de aquel inverosímil vademécum. Ojeó las páginas amarillas pero no encontró ninguna tienda donde vendieran olvido a plazos. El amanecer se descolgó sobre la mesa camilla de la salita; levantó el teléfono, confesó su pecado y pidió por favor una absolución rápida e indolora.

miércoles, noviembre 24, 2004

Declaración escrita de principios y fines

La llama apuraba los restos de cera que prendían en la concavidad del portavelas dorado. Consumía el trozo de papel que hasta un minuto antes había ayudado a mantener la verticalidad del pequeño cirio blanco que la noche anterior iluminó el teclado donde escribió lo que ella estaba leyendo en la misma pantalla, tal y como la imaginó mientras lo escribía.

En el ángulo de cuarenta y cinco grados en el que observaba su rostro, perseguía sin usura el movimiento de sus ojos –los de ella– sobre las líneas. Intentaba traducir cualquier signo que escapara de sus cejas, su nariz, sus labios. Pero lo único que conseguía era una taquicardia adolescente que intentaba disimular con silencio.

Y en silencio pensó un pequeño agujero, uno de esos por los que puedes asomarte a ojear la amalgama de impulsos que viajan, se cruzan, vuelven, desaparecen y resucitan entre el millón de neuronas que cohabitan en el pensamiento. Imploró al genio del portavelas dorado le concediera aquel diminuto agujero por el que leer los latidos de su corazón entre párrafo y párrafo.

Pero los genios de portavelas dorados no existen y a las líneas siguieron pequeñas confidencias, las mismas que habían encendido el portátil y abierto el documento. Fonemas disimulados de literatura inventada –o no, cómo adivinarlo–, caminos que volvieron a perderse por el sendero de lo formalmente correcto.

Una cena improvisada y escasa finalizó la velada a una hora prudente. Un taxi en la avenida dobló la esquina y sus pasos le devolvieron al patio de columnas blancas que atravesó para subir las escaleras hasta su pequeño apartamento de paredes cobrizas. Apuró las sobras de la mesa, recogió platos y vasos, y antes de cerrar el portátil se preguntó por enésima vez si un poquito de amor sería posible. Se preguntó por qué no había renunciado a las metáforas para confesar que el pecador era él y su pecado ella. Por qué no pidió confesión y no ofreció la penitencia de la oración más devota a los pies de su cama, para ofrecerle súplicas a sus labios, ruegos a su cuello, rogativas a sus pechos. Habría formulado voto de lujuria en su espalda y plegarias en su vientre si ella se lo hubiera pedido.


Intentó apagar el portátil pero no pudo hacerlo sin antes volver a releer…

“No sabía muy bien por qué –o tal vez sí– pero deseaba que esa noche colgaran del cielo un millón de estrellas…”.

jueves, noviembre 18, 2004

Llamó

Me detuve en la parada del veintiuno, la que se encuentra justo a la salida de una de las puertas del Corte Inglés. Esa tarde acababa de cumplir con el paseo ritual post jornada laboral, en esa ocasión me había conducido hasta la sección de discos. Cambiada de planta por no sé que reformas, tuve que bajar al sótano. Frente a la cajera del supermercado número siete encontré el CD con el tema que había oído en la radio esa misma mañana: Fugata. El nombre del autor creía haberlo oído antes: Astor Piazzolla, pero no recordaba aquella música. Con todo, el título del CD prometía: "La Camorra: The Solitude Of Passionate Provocation", lo que terminó de convencerme para sacrificar veinte euros que fueron cargados en una cortitarjeta cada vez más escuálida y necesitada de fondos.

Ya en la parada, con mi bolsita blanca de triangulitos verdes en la mano, esperaba el veintiuno. No sé si fue el aburrimiento de la espera o algo que observé en aquel tipo, el caso es que al otro lado de la avenida me llamó la atención aquel individuo. Todavía me pregunto porqué. Vestía una gabardina azul tras la que asomaba una chaqueta clara en tonos amarillos y una corbata oscura, punteada en gris por minúsculos circulitos. Sobre la acera calzaba zapatos negros al final de un pantalón gris marengo de ralla y pinzas.

Al pasar por la floristería que alberga uno de los bajos del hotel al otro lado de la avenida, paseó la mirada por el escaparate. Avanzó tres pasos y se detuvo. Del bolsillo de la gabardina extrajo un teléfono, uno de esos pequeños y planitos de pantalla en color, que se iluminó tras pulsar dos de sus diminutas teclas. Lo observó. Levantó la cabeza y miró al frente, escrutando la puerta que se abría tras la parada desde donde lo estaba observando a la espera del veintiuno. Por un momento creí que se había dado cuenta del marcaje al que lo estaba sometiendo. Pero no, volvió a mirar el teléfono, pulsó las teclas centrales y volvió a iluminarse la pantalla. Buscaba un número o leía un nombre, aunque más bien parecía estar interrogándolo. De nuevo levantó la cabeza, devolvió el móvil a la gabardina, se giró sobre sí mismo y volvió sobre sus pasos para entrar en la floristería. No habían transcurrido cinco minutos cuando apareció con una rosa roja aderezada con una delgada espiga dorada. Consultó su teléfono una vez más, se giró y lo perdí de vista tras la esquina del edificio del hotel. Unos minutos más de espera y conseguí un asiento junto a la ventana. Cuando el autobús giró a la izquierda rodeando el hotel, lo vi caminar con un paso ligero enfundado en su gabardina, empuñando la rosa envuelta en celofán y atada con lacitos amarillos.

Lo curioso de esta historia, lo que resulta increíble es que esa misma noche, cuando regresaba a mi casa del instituto de idiomas, lo encontré caminando por mi acera sin gabardina ni corbata, supongo que abandonada encima de la cama, y vaqueros sin raya ni pinzas. En su mano izquierda mecía la bolsa de unas rebajas de la sección de hogar. No me fue difícil adivinar qué llevaba dentro, a pesar de la bolsa de Carrefur que servía de sombrero a la rosa roja y la espiga dorada. Su mano derecha estaba pegada a su oreja.

Entonces me rendí al innoble arte de la conjetura y comencé a imaginar que quizás hubiera conocido a la dueña de la voz, que ahora le hablaba al otro lado del celular, por alguna clase de confabulación inventada por Zervan o Haiar o Visnú o Tages o por cualquiera de los dioses del destino que pueblan de azares imposibles nuestras vidas de pobres mortales.
Tal vez él, sin pecado ni confesión, desde aquel azar había heredado en penitencia una sensación equimojada que sin permiso ni licencia se había instalado en su vida. Primero fueron apenas unas gotas, luego un pequeño reguero descendiendo por sus hombros y así gota a gota hasta hoy, donde un perpetuo sirimiri le acompañaba fuera donde fuera, aunque noviembre hubiera amanecido equivocado y soleado.

Puede que a ese azar siguiera un pequeño, un diminuto mal entendido que le brindó la excusa. Quizá, en algún lugar de la carretera que separaba el corazón de la cabeza, alguien ya hubiera tomado la terrible decisión de desenfundar el alma y la rosa comenzara a ser algo más que la excusa para agradecer su espera al otro lado de las escaleras mecánicas. Aunque ella hubiera afirmado que tan solo había recordado la hora en que él volvía de Madrid; que le cogía de camino en su regreso de casa de unos amigos; que pensó que era agradable encontrar a alguien que te espera en el regreso a una ciudad prestada. Razones que él escuchaba en su coche, el de ella, camino de su casa, la de él, después de despedirse de sus compañeros de viaje y los otros que habían ido a recogerlos a la estación. Intentando convencerla de que prefería ir con ella, que la sorpresa de encontrarla al final de la escalera mecánica era la mejor forma de terminar el fin de semana. La rosa y su espiga darían fe de la sinceridad de sus palabras.

Esas eran mis conjeturas cuando giré la esquina y entré en la plaza de los Zurradores, dándole la espalda a él y a su rosa. Apenas un centenar de pasos y subía las escaleras de una casa con años, patio y columnas de mármol blanco, fachada granate y albero, que albergaba un pequeño apartamento de paredes cobrizas en las que volvió a sonar el bandoneón, piano y violín de la Fugata de Astor Piazzolla. Al escuchar aquellos acordes lo vi claro: se trataba de una Fugata en rosa menor. Entonces finalizaron mis confabulaciones. Aquella historia de azares imposibles tenía un fin como todas las historias imposibles, azarosas o no. Tanto como los yogures su fecha de caducidad, y la suya ya había cumplido. Los dioses que rigen nuestros destinos gustan de hacer ese tipo de jugarretas en la vida de algún mortal, como la de ese tipo de la rosa o como la mía, puede que como la de todos. Te sientan al lado de una desconocida que nunca podrá ser lo que en algún momento sabes desearás que fuera. Ese billete y su número de asiento habían caducado antes de subir al autobús. Esa plaza ya estaba ocupada.
No cabía duda alguna, todas las provocaciones apasionadas tienen el riesgo de finalizar con un cierto grado de solitude: los azares, divinos o no, suelen ser un tanto camorristas.

Cuando terminó la Fugata, volví al principio del CD: Soledad.

lunes, noviembre 15, 2004

Sirimiri

Hay días que amaneces empapado, dejas la toalla chorreando arrojada sobre el taburete del cuarto de baño y apenas pisas la acera un persistente sirimiri se empecina en perseguirte camino del autobús. Bajo la parada. Al picar. Cuando pulsas el timbre y tus pasos se encharcan cruzando la calle camino de la oficina.

Atraviesas la puerta, saludas con cierta crispación mientras cuelgas la gabardina en la percha con la esperanza de que la calefacción la seque antes de volver a necesitarla para el regreso a casa. Te sientas frente al monitor de quince pulgadas, filo oscuro y marca cincelada sobre fondo metálico. Bajas la mirada y observas como la corbata destila el agua que desciende por los hombros, brazos y se despeña desde la cabeza. En ese momento comienzas a convencerte de que hoy tampoco acertarás con la tecla adecuada y volverá a ser un día de trabajo perdido, uno más que retrasa el proyecto.

Entonces tomas conciencia y determinación de que esto no puede seguir así, que los diluvios particulares de sirimiri, por muy exclusivos que sean, no pueden traer nada bueno, salvo pulmonías y afecciones cardio-respiratorias. Y el cardiólogo ya había avisado de lo delicado del tuyo después de la última operación.

Respiras profundamente y tras un segundo de reflexión llegas a la conclusión de que sólo caben dos opciones: o te compras un paraguas o esta tarde la llamas.

viernes, noviembre 12, 2004

Mirada consagrada

Mi mirada levitaría sobre tu espalda,
escrutando el rastro que está
a punto de dejar mis labios en ella.
Haría recuento de
cada una de las vértebras
que marcará el camino
de mi boca hasta tu vientre,
dibujando ese bendito atajo
que se abre entre tus nalgas.

Mi mirada aprendería a seguir
el rastro de tu olor.
Y cuando la cercanía
de tu piel la nublara,
dejaría que él fuera
el lazarillo de mi lengua.
Separándote, buscándote, explorándote,
para luego rodearte hasta alcanzarte
y revolcarme como si de mí solo
existiera la lengua y
para ella solo existieras tú.

El resto de mi cuerpo
te rezaría arrodillado
a los pies de la cama.
Inclinado sobre tu vientre,
alzando tus piernas
sobre mis hombros
en santa consagración.


[Con el permiso de las sensaciones y de los recuerdos:
http://misagarimos.blogspot.com/2004/11/y-si-te-como-entero.html]

jueves, noviembre 11, 2004

Fotos

(...) Conozco los síntomas, la herida
y he probado la sangre que salía a borbotones.
Gracias a Dios tenía a mano un par de buenos amigos
que supieron hacerme un torniquete a tiempo.
Desde entonces y antes de entonces,
poseo un campo santo en un álbum vacío
y un millar de fotos desperdigadas
por la memoria encerrada en los cajones
de armarios clausurados en pisos descerrajados
de ciudades olvidadas...
Uno de estos días les daré santa sepultura.

[texto publicado con el permiso
del river, del lost y del from:
http://yapuestos.blogspot.com/2004/11/pictures-of-you-20.html]

miércoles, noviembre 10, 2004

Despertardor

En una noche silbada por el viento
de ventanas atrancadas y puerta cerrada,
apagaré la luz para buscar tu aliento.
Dejaré que mis manos persigan tu tacto
apenas con la comisura de los dedos.
Deslizaré mi boca palpando en el aire
el salitre de tu cuerpo.
Me dejaré arrullar por el susurro
entrecortado de tu respiración.

Y ahogaré mi sueño cuando
el cielo moje la acera
callando el quejido del viento,
grite las siete el despertador
y la vigilia devuelva ciego
el recuerdo de tu rostro.

martes, noviembre 09, 2004

La Défense

En este mar de desencuentros y azares,
donde un sibilino viento infla nuestros
destinos de bostezos y entusiasmos,
defender la alegría de las ausencias transitorias
y de las definitivas se antoja
una empresa imposible.

Te asomas al cristal de un catalejo
y descubres que hoy
tampoco hay tierra a la vista.

Divisas un horizonte azul sin estelas
y toda la tela por cortar
y no encuentras una mala tijera
con que hacerlo.

Intuyes un futuro de niño desnudo,
ufano e imprevisible
que cuando menos lo esperas
te coloca una rosa en la oreja
o te orina inocente la calva.

Es entonces cuando dibujas
un interrogante por
el astillero donde
reparabas tus sueños.

Pero el otoño cae
tras la cortina de lluvia
que miras y no descorres,
imaginando que

tus manos vuelven a besar

los ojos palpan

y tus labios
recobran la vista.